¿Nuestros genes han evolucionado al mismo ritmo que nuestro estilo de vida?

¿Nuestros genes han evolucionado al mismo ritmo que nuestro estilo de vida?

Cada vez, hay más estudios que relacionan el estilo de vida actual y la dieta, con el desarrollo de enfermedades crónicas. Hoy en día, todos sabemos que no es saludable comer productos procesados, pero aún así, la mayoría de nosotros seguimos consumiéndolos a diario. Es muy interesante hacer un recorrido por nuestra historia evolutiva para comprender la razón por la cual estos nuevos productos pueden ser tan perjudiciales para nuestra salud, y así entender que no los necesitamos y que podemos adoptar una alimentación más nutritiva sin dejar de renunciar al placer.

La evolución, que actúa a través de la selección natural, representa una interacción continua entre el genoma de una especie y su entorno a lo largo de múltiples generaciones. Cuando las condiciones ambientales cambian permanentemente, surge inicialmente una discordancia evolutiva entre el genoma de una especie y su entorno. Este hecho, se puede manifestar fenotípicamente como enfermedad, aumento de la morbilidad y mortalidad, y reducción en el éxito reproductivo.

El ser humano lleva en este planeta alrededor de 2 millones de años de los cuales, el 95 % de sus generaciones ha vivido de una forma determinada, para la cual sus genes están adaptados. Pero, en muy poco tiempo hablando en términos evolutivos, ha sufrido dos importantes transiciones: la agricultura (hace 10.000 años) y más recientemente la revolución industrial (hace 200 años). Así, los datos estadísticos nos informan que cada año aumenta el porcentaje de personas que sufren enfermedades crónicas como obesidad, enfermedades cardiovasculares, diabetes, cáncer, etc. Y por lo tanto es inmediato pensar que nuestros genes no han tenido tiempo suficiente para adaptarse a este cambio tan drástico, de dieta y de estilo de vida.

¿Cómo es de diferente nuestra dieta actual en comparación con la de nuestros antepasados los homínidos?

La dieta de los homínidos se basaba principalmente en vegetales y animales salvajes.

Sin embargo, con la llegada de la ganadería y la agricultura durante el neolítico y más tarde, con los productos procesados a partir de la revolución industrial, se han ido introduciendo nuevos alimentos que hoy son la base de nuestra alimentación. Actualmente, el 72% del total de la energía consumida en Estados Unidas proviene de lácteos, cereales, azúcares y aceites refinados, y alcohol. Este tipo de alimentos no estaban presentes en la nutrición de nuestros ancestros los homínidos y por lo tanto, sus genes (idénticos a los nuestros en un 99,5%) no estaban predispuestos para su digestión.

Los lácteos y cereales comenzamos a consumirlos hace alrededor de 10.000 años, nuestros antecesores no conocían el azúcar y rara vez comían miel, sin embargo a partir de 1970, gracias a los avances industriales, comenzó la producción masiva de diferentes azucares refinados (el promedio de azúcar que consume un estadounidense es de 70Kg por persona y por año).

Los aceites refinados tampoco eran consumidos antes del neolítico y, aunque siempre hemos consumido carne, la calidad y porcentaje de nutrientes, sobre todo en grasas, era muy diferente a la que consumimos hoy en día.

Este cambio de dieta presenta características nutricionales muy diferentes a las de nuestros ancestros cazadores-recolectores, afectando a factores dietéticos influyentes en nuestra salud como: el índice glucémico, la composición de ácidos grasos, la composición de macronutrientes, la densidad de micronutrientes, el balance ácido base, el ratio sodio-potasio y el contenido en fibra.

1. Es importante diferenciar dos conceptos relativos a los hidratos de carbono. El índice glucémico (IG), que es la velocidad con la que un alimento aumenta los niveles de glucosa en sangre y, la carga glucémica (CG), valor que relaciona la velocidad a la que llega la glucosa en sangre con la cantidad de hidratos de carbono que contiene una porción de ese alimento.

Un alimento puede tener un IG alto pero si su contenido en hidratos de carbono por ración es pequeño, su CG en realidad será baja. Por ejemplo, una patata hervida tiene un IG de 85 y una CG de 21,4, si lo comparamos con los cereales azucarados que consumen principalmente los niños, éstos tienen un IG de 74 y una CG de 54,2. Cuanto menor sea la carga glucémica de un alimento, menor será el pico de glucosa que desencadena en la sangre, así que, aunque la patata tenga un IG mayor que los cereales, la CG es mucho menor y no desencadenará un pico tan elevado de glucosa en comparación con los cereales azucarados.

Estos términos tan teóricos, nos permiten valorar cómo puede afectar el consumo de alimentos con alta CG a lo largo del tiempo, a nuestro metabolismo y estado general de salud, acabando en muchos casos, provocando una resistencia a la insulina, obesidad, problemas cardíacos, diabetes tipo 2, hipertensión, y otras patologías presentes en el hombre moderno, como ovarios poliquísticos, cáncer de colon y próstata, miopía, acné, etc…

Sin embargo es curioso contrastar y ver que en las sociedades cazadoras-recolectoras actuales, este tipo de patologías son raras o inexistentes.

2. Los ácidos grasos se pueden dividir en 3 categorías: grasas saturadas, ácidos grasos monoinsaturados y ácidos grasos poliinsaturados. Estos últimos, a su vez, se pueden clasificar en ácidos grasos omega 6 y ácidos grasos omega 3. Existe evidencia de que para prevenir el riesgo de enfermedades crónicas no es tan importante la cantidad sino el tipo de grasa ingerida, esto quiere decir que el aporte de grasas mono y poliinsaturadas debe superar al de grasas saturadas.

Nuestra dieta occidental es alta en grasas saturadas y trans y baja en ácidos grasos omega 3 con respecto a ácidos grasos omega 6. Esto se debe principalmente a dos factores: la producción masiva de aceites vegetales (más ricos en omega 6 que en omega 3) y, el hecho de que a partir de 1885 se empezara a estabular a los animales y a alimentarlos con pienso. Esta situación ha provocado que la carne consumida hoy en día sea rica en grasas saturadas y ácidos omega 6 y más pobre en omega 3 si la comparamos con la de un animal salvaje. En términos numéricos, podemos valorar cómo el consumo de ácidos grasos omega 6 se ha disparado, ahora consumimos 10 veces más cantidad de ácidos grasos omega 6 que de omega 3 con respecto a nuestros ancestros que los consumían en proporciones de 2-3:1.

3. La proporción de macronutrientes en nuestra dieta también ha cambiado, es así como, en EEUU, el total de la energía consumida por la población se obtiene principalmente de los carbohidratos en un 51,8%, seguida de un 32,8 % de las grasas y un 15,4% de las proteínas. La distribución en la dieta de nuestros antepasados durante el paleolítico era bastante diferente, siendo más rica en proteínas (19-35%) y más baja en carbohidratos (22-40%). Esta última distribución de los nutrientes puede ser efectiva para disminuir los niveles de la presión arterial e incluso considerarse cuando se quiera bajar de peso, ya que a mismo número de calorías la proteína produce más saciedad en comparación con los hidratos de carbono.

4. Los micronutrientes, vitaminas y minerales, juegan un papel muy importante en nuestra salud ya que son indispensables para que puedan llevarse a cabo, de manera efectiva, numerosos procesos metabólicos en nuestro organismo.

Es curioso ver cómo una alimentación basada en frutas, verduras, tubérculos, pescado y carne es rica en micronutrientes y, por el contrario, una dieta donde predomina el consumo de azúcares, cereales, aceites vegetales y carne procedente de animales estabulados, es pobre en vitamina B-6, vitamina A, magnesio, calcio y zinc.

5. Cuando realizamos el proceso de digestión, absorción y metabolización casi todos los alimentos aportan un pH ácido o base a nuestro cuerpo. Por ejemplo, el pescado, la carne, los huevos, el marisco, el queso, la leche y los cereales crean un estado ácido en el organismo, en comparación con la fruta, las verduras, los tubérculos y los frutos secos que lo hacen más básico. Una dieta rica en alimentos que facilitan un estado alcalino en el organismo puede ser beneficiosa para prevenir enfermedades como la osteoporosis, los cálculos renales, la hipertensión, el asma y la insuficiencia renal crónica.

6. También es importante valorar la proporción en la que consumimos sodio con respecto a potasio; se ha visto que en la dieta contemporánea, en la cual se han reemplazado las frutas y las verduras por cereales y lácteos, las proporciones que aportamos de estos dos minerales se han invertido, siendo ahora más alta la de sodio que la de potasio. Las frutas y verduras contienen de 4 a 12 veces más cantidad de potasio que el que pueden aportar los cereales y la leche.

Es importante tener estos datos en cuenta ya que las dietas bajas en potasio y altas en sodio pueden estar relacionadas con el desarrollo de diferentes enfermedades crónicas, incluyendo hipertensión, ictus, cálculos renales, osteoporosis, cáncer, asma, insommio, etc…

7. Por último, otro de los factores influyentes en nuestra salud es el contenido de fibra que aportamos mediante nuestras ingestas . Aunque nos hayan hecho creer que los cereales integrales son la principal fuente de fibra, la fruta fresca, por ejemplo, tiene dos veces más fibra que éstos. Es importante aportar fibra hidrosoluble a nuestra nutrición ya que nos ayuda a regular la concentración de colesterol LDL y además, nos aportará sensación de saciedad y por lo tanto nos ayudará a regular nuestro apetito.

En resumen, el 50-65% de la población adulta de la mayoría de los países occidentales, sufren patologías asociadas al estilo de vida actual, sin embargo, en sociedades cazadoras-recolectoras estas enfermedades son raras o inexistentes, por lo que pueden deberse a una inadaptación de nuestros genes a estos cambios tan drásticos del ambiente.

Información obtenida del artículo científico:

Cordain L, Eaton SB, Sebastian A, Mann N, Lindeberg S, Watkins BA, O’Keefe JH, Brand-Miller J. Origins and evolution of the Western diet: health implications for the 21st century. The American journal of clinical nutrition. 2005 Feb 1;81(2):341-54.

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